En cada rincón del mundo, desde Los Ángeles hasta Londres, desde Madrid hasta Johannesburgo, millones de voces se levantan hoy en día con una claridad inquebrantable: “¡Alto al genocidio en Palestina!”. No son protestas aisladas, son un rugido colectivo que atraviesa fronteras, religiones y generaciones. Quienes marchan entienden que la lucha por Palestina es también la lucha por la dignidad humana en todas partes.
Las imágenes que circulan —niños bajo los escombros, familias enteras desaparecidas por los bombardeos u hospitales atacados— no son solo noticias: son testigos de un crimen histórico que muchos gobiernos prefieren maquillar como “defensa propia”. Pero las calles cuentan otra historia, una historia escrita con pancartas, tambores y consignas que revelan una verdad incómoda: la ocupación y el apartheid nunca serán paz. No estoy seguro de saber si el maquiavelismo está todas partes y cualquier fin justifica los medios, pero matar –por descontado– no tiene excusa alguna.
Sin embargo, para comprender el presente, hay que revisar el pasado. Pocas personas saben –porque rara vez se menciona en los medios tradicionales– que el movimiento Hamás, hoy señalado como el gran enemigo de Israel, fue en parte alimentado por el propio Estado israelí en los años ochenta. ¿La lógica? Dividir al pueblo palestino, debilitar a la OLP (la Organización para la Liberación de Palestina) y crear una alternativa religiosa frente al nacionalismo laico de Yasser Arafat. Documentos desclasificados y testimonios de exfuncionarios e incluso exministros israelíes han confirmado que Israel permitió, financió y facilitó el crecimiento de Hamás en Gaza, pensando que así desarmaría la resistencia unificada.
El monstruo que hoy dicen combatir nació de esa política de “divide y vencerás”. Y esa contradicción no puede borrarse de la Historia, porque explica cómo el sufrimiento del pueblo palestino ha sido manipulado no solo por sus verdugos inmediatos, sino también por los intereses geopolíticos que se lucran con la guerra.
Frente a esa maquinaria de muerte, las protestas globales son un acto de esperanza. Son también un acto de memoria. Nos recuerdan que los pueblos, como las personas, nunca olvidan quién los oprime ni quién se aprovecha de su dolor sin escrúpulo alguno. Que la solidaridad es más fuerte que la propaganda. Y que, a pesar de las bombas, ese quebranto que sufre Palestina vive en cada persona que se niega a aceptar el silencio como única opción. Porque las cosas que se piensan, que se sienten, se demuestran, se ponen encima de la mesa.
Hoy, los manifestantes nos están diciendo algo simple y poderoso: si eliges el silencio es probable que estés eligiendo el lado del genocidio.
Termino cambiando de clave de forma radical. La puerta de las talaveranas Ferias de San Mateo está ya entreabierta y se escucha ya bastante bullicio sin haber comenzado. Quizá sea el momento de empezar a aclarar cosas y quitar alguna careta que otra.