Hay un runrún sordo en las calles de Talavera, una mezcla de hartazgo y de miedo que se pega a los soportales de la Corredera y se mastica en las barras de los bares. Es el sonido del silencio. El silencio de un Tajo que agoniza y ya no ruge, y el silencio cómplice que ampara al navajero y al incívico. Y el silencio, se lo dije, también mata. Mata la esperanza, mata la paciencia y, poco a poco, mata el futuro.
Esta semana, el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, ha tenido que volver a golpear la mesa en Toledo para recordar lo obvio: que las sentencias se cumplen y que el agua del Tajo es del Tajo. Amenaza, cargado de razón, con los tribunales si el Gobierno central no hace efectivas las nuevas reglas de explotación que deben, de una vez por todas, poner coto a ese expolio sistemático que llamamos eufemísticamente trasvase Tajo-Segura. Es una batalla que llevamos librando décadas, una guerra justa por lo que es nuestro.
Y mientras García-Page blande la Ley y el sentido común, desde Murcia, su presidente Fernando López Miras, y su gobierno, con una desfachatez que hiela la sangre, declaran el trasvase como algo "intocable". Intocable. Como si el derecho a regar hasta el último rincón de sus campos de golf estuviera por encima del derecho de nuestra tierra a no morir de sed. Viven en una realidad paralela donde el agua brota por generación espontánea en los embalses de Entrepeñas y Buendía, sin importar el paisaje lunar que dejan atrás. Para ellos, el Tajo no es un río, es un grifo. Y se ofenden si les decimos que queremos cerrarlo cuando no nos queda ni para beber nosotros.
Esta defensa a ultranza de lo indefendible sería casi cómica si no fuera trágica. Es la misma arrogancia que demuestra que para muchos despachos de Madrid y del Levante, Talavera y su comarca no son más que un punto prescindible en un mapa. Un territorio de sacrificio.
Y esa misma sensación de ser un territorio sin ley, de ser el último mono, es la que se respira en nuestras calles. Que nadie se engañe. El problema de la delincuencia y la inseguridad que sufrimos no es una simple estadística; es una atmósfera. Lo vimos en las pasadas ferias, convertidas por momentos en un escenario de reyertas y agresiones que nos obligan a preguntarnos si hemos perdido el control de lo que es nuestro. Jóvenes y no tan jóvenes que confunden la fiesta con el salvajismo, agresiones a vigilantes, peleas a navajazos que ya no son sucesos aislados, sino una preocupante normalidad.
¿Y qué tienen que ver los despachos que deciden sobre el Tajo con la navaja que brilla en la madrugada de una feria? Todo. Tienen que ver con el respeto. O, mejor dicho, con la falta de él. Si las más altas instancias del Estado permiten que nuestro río sea sangrado impunemente, ¿qué mensaje se envía al que piensa que la calle es suya y que las normas no van con él?
Si no somos capaces de defender con uñas y dientes lo más sagrado que tenemos, nuestro Tajo, ¿cómo vamos a ser capaces de imponer el orden y la Ley en nuestras plazas? La autoridad y el cariño, o se tiene para todo o no se tiene para nada. La firmeza que García-Page exige ahora para el río es la misma firmeza que los talaveranos exigimos en nuestras calles. Sin titubeos. Sin complejos.
Talavera no puede ni debe guardar más silencio. Ni ante el grifo abierto del trasvase que nos desangra, ni ante la delincuencia que nos acorrala. Porque si callamos, si nos acostumbramos, si asumimos que este es nuestro destino, estaremos muertos. Y nadie vendrá a nuestro entierro.