Raúl Díaz
David Martínez | Miércoles 23 de abril de 2014
No me quiero dejar en el tintero ajustes de cuentas pendientes con personas que aparecieron en mi infancia.
Al igual que hace unas semanas hablaba sobre la pederastia y los particulares casos que me tocó padecer, hoy hablaré sobre lo mucho que han cambiado las cosas en el tema educativo. Es hora de cuadrar las cuentas pendientes con el colegio de los Hermanos Maristas de Talavera, aunque sé que a ellos les debo buena parte de mi formación. Pero ¿y si yo esos once años (ocho de la antigua EGB y tres del antiguo BUP) los hubiera pasado en otro centro? Respuesta simple: tal vez estaría aquí o tal vez no. Tal vez estaría en mejor situación o tal vez en peor. Pero el presente es lo que vale. Y el talento de la propia persona, SOBRE TODO. Ahí va eso.
Supongo que los miles de alumnos que han pasado desde que el colegio abriera sus puertas hacia 1971 en sus actuales instalaciones tendrían también mucho que contar. Pero, en mi caso, hablaré de lo mío, adscrito a aquella época, y a las fórmulas educativas que entonces se practicaban.
Es curioso, pero, ahora, que estoy en plenas facultades, y que aún viven muchos protagonistas de mi infancia y adolescencia, me apetece devolverles la falsa moneda que en su día me entregaron. Empezaremos por el principio, como debe ser.
Yo era un niño de sobresalientes. En Primero de EGB (curso 70-71) tras pasar dos añitos de párvulo en la Compañía de María, me tocó un profesor que militó en la formación del grupo musical talaverano 'Los Ébora', creo recordar como batería. ¿Su nombre?: Francisco. En cierta ocasión, teniendo yo seis años, me golpeó en la cabeza con la 'chasca', un artilugio de madera que tenía como objetivo realizar un ruido seco mediante una palanca que basculaba y golpeaba al resto del aparato accionándose con el pulgar y se usaba (teóricamente) para pasar el turno de respuestas de los alumnos a una pregunta lanzada a la clase por el profesor. Pero, sin embargo, también, como decía antes, era instrumento utilizado por el susodicho Francisco (me niego a llamarle don Francisco, porque no lo merece) para golpear las cabezas de niños de 6 y 7 años cuando se equivocaban. Supongo que hoy en día suena escandaloso, y cualquier padre le cruzaría la cara, pero entonces era así. Ahora que casi le saco una cabeza en estatura y me cruzo con él de vez en cuando me dan ganas de pararle y devolverle esa moneda en forma de guantazo. ¿A que a tí también te dolería, Paquito de los cojones? La próxima vez, tranquilo que te paro en plena calle y te exijo excusas. Es lo mínimo que deberías hacer, maltratador de menores.
Pasemos página: 3º de EGB, tengo nueve años. Tutor: un tal José Luis Marbán, un chalado que pegaba ante el silencio sepulcral de la clase a un alumno de nombre Damián hasta que lograba que el pequeño llorase. Era etapa de miedos y angustias. Disciplina férrea, ¿verdad, cabronazo? Me dicen que aún no has muerto, aunque yo creía que sí, pero, qué pena, qué a gusto nos habrías dejado. Que Dios te juzgue, hijo de perra.
4º de EGB, D. Antonio. 5º, Rivera. 6º, 7º y 8º también tutores y profesores respetuosos. Pero, ay de mí, llegué a la etapa del Bachillerato Unificado Polivalente, que es uno de esos nombres raros con los que desde los organismos responsables de la educación califican los estudios. Yo, ahora mismo, y tengo un niño escolarizado, desconozco, debido a los cambios, las rarezas de los nombres y la continua introducción de variantes en el esquema de la formación escolar de este país, cuál es exactamente el escalado que ha de seguir un alumno a lo largo de su primera etapa educativa.
Pero eso es lo de menos. La semana que viene prosigo con mis cuentas pendientes. ¿O es que os creías que íbais a iros de rositas?
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