OPINIÓN

Arrugas

Manuel del Rosal

Redacción La Voz del Tajo | Miércoles 23 de abril de 2014
“Las arrugas de la piel son ese algo indescriptible que procede del alma”. Simone de Beauvoir, novelista y filósofa francesa


Estoy en Madrid. Camino por el paseo del Prado, en el reloj del edificio de telecomunicaciones son las diez de la mañana. Tomaré un café, me digo a mi mismo. Entro en el café Gijón, como tantas veces hice en mi juventud. Sentado en el taburete y apoyado en la barra, estoy saboreando el café, cuando alguien toca mi hombro. Me vuelvo y frente a mi está un hombre de mi edad más o menos. El hombre al verme sorprendido me espeta - ¡Pero no me conoces Manolo! – Perdone…pero - ¡Manolo, soy Juan Carrasco! tu compañero de trabajo durante tantos años - ¿Juan el…”borrasca”? – El mismo hombre.

Frente al espejo miro mi rostro mientras extiendo la crema de afeitar en él, y no puedo evitar que la cara de mi amigo Juan venga a mi mente. Una cara apergaminada, acartonada, brillante como la porcelana, sin expresión, con los parpados atirantados que parecen van a romperse de un momento a otro, la frente como una pista de patinaje y la boca es un navajazo en pleno rostro.

Una cara de ninot de fallas. Mi amigo Juan se había hecho la cirugía estética, por eso era irreconocible. Termino de afeitarme, miro mi rostro; está surcado por arrugas, arrugas que yo amo porque forman parte de mi vida. Cada una de ellas es un momento vivido, algunas incluso me recuerdan ese momento.

El nacimiento de mis hijos, los momentos de éxito y de fracaso, las malas y las buenas acciones, las penas y las alegrías. Son mis arrugas como surcos y cruces de caminos que han jalonado mi vida por eso las amo. No puedo ni quiero renunciar a mis arrugas porque me recuerdan buenos y malos momentos. Mis arrugas me trasladan al momento en que conocí a mi esposa, al momento en que me estremecí al contemplar su belleza, belleza que, a pesar de las arrugas que también surcan su amado rostro, no han podido disminuir su encanto y dulzura, pero sobre todo me recuerdan como con el paso de los años, fui comprobando que la belleza de su alma superaba a la belleza de su rostro, porque ¿de qué vale un rostro bello si detrás de él se oculta un alma perversa? Amo mis arrugas, son como un escrito en lengua desconocida de los avatares de mi existencia.

Nos mienten y, sobre todo, se mienten a sí mismos al ver reflejada en el espejo una imagen que es la imagen de una falsa belleza. Viven en la mentira que ellos mismos han creado al borrar de su rostro las señales del paso del tiempo.

Esas señales que hablan el lenguaje de nuestras vidas con que tan sólo sepamos descifrar el mensaje que en ellas está encriptado. En este mundo donde se adora el cuerpo olvidando que el cuerpo no es más que el soporte físico del alma, se está cayendo; ahora más que nunca, en la trampa de la belleza efímera del rostro, sin reflexionar que un rostro bello, a veces, puede ocultar un alma pérfida y que la belleza física es pasajera mientras la belleza del alma es perenne.