En estos días en los que asistimos a tanta controversia sobre los jueces, conviene reflexionar sobre la importancia del sistema judicial, para no caer en frivolidades tóxicas. La justicia es el pilar de la organización social. Según épocas y sociedades, adquiere contenidos y formas de expresión diferentes, pero, en definitiva, la justicia es dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, según las normas que rigen el pacto social. Sin justicia, no hay convivencia pacífica, no hay sociedad.
En virtud de esta justicia, se autorizan, prohíben y regulan determinadas conductas. Lógicamente, va cambiando con los tiempos y las mentalidades, se adapta a los criterios éticos de cada sociedad. Las tipificaciones de los delitos y su correspondencia con las penas, también son variables. El sistema judicial, es decir, todos los elementos que se articulan para garantizar que se imparta justicia, es un sistema complejo, delicado y cuyo equilibrio obedece a la coherencia existente entre los fines de éste, y los valores de la sociedad.
LA LEY Y EL DELITO. La palabra delito procede del verbo latino “delinquere”, que significa apartarse del camino. En siglos anteriores, por ejemplo, el adulterio era un delito, pero no había pena ni castigo para el varón que ejercía la violencia doméstica. Tampoco las penas eran iguales si el que cometía el delito era un noble o un plebeyo.
El delito es una conducta tipificada (definida en el código penal) contraria a la ley, y que, como consecuencia, acarrea una pena. Esta conducta es imputable, es decir, atribuible en responsabilidad a una persona, el delincuente. Por tanto, las consideraciones de delito y delincuente, dependen de la ley, una norma jurídica de carácter obligatorio dictada por una autoridad competente. A veces, “quien hace la ley, hace la trampa”.
La Ley del Talión, original de Mesopotamia (Sumeria, Babilonia), fue conocida por su máxima “ojo por ojo y diente por diente”, lo que suponía que el castigo debía ser proporcional al daño causado. Impartir justicia en la antigüedad, era una meditada acción de discernimiento, como bien queda reflejado en el pasaje bíblico del Juicio del Rey Salomón.
En la Antigua Roma, los delitos venían definidos por la Ley de las Doce Tablas (450 a.C.) y entre ellos se encontraba el homicidio (homo caedere, hombre que mata). El derecho romano distinguía entre delitos públicos (crimina) que afectaban al orden social, y eran juzgados por tribunales especiales, y delitos privados (delicta) que atentaban contra bienes personales y se juzgaban en tribunales ordinarios.
La Edad Media fue una época oscura en muchos aspectos, entre ellos, en lo referente a la justicia. Se consideraba delito prácticamente todo, fruto de la rígida mentalidad del sistema feudal, y existía una gran desproporción en las penas, dependiendo de si el delito lo cometía un noble contra un plebeyo, o a la inversa. Se produjo una intensificación de las penas basadas en el castigo físico, que iban desde sofisticadas formas de pena de muerte, hasta mutilaciones y torturas. En esta época, la religión determinaba el funcionamiento de la sociedad, por lo que el delito de blasfemia se penaba con la muerte, en modalidades especialmente públicas y dolorosas. También se castigaba con mucha severidad la caza furtiva, porque afectaba a los derechos de los nobles.
Durante el Renacimiento, se produjo una vuelta al mundo clásico, y se intentó distinguir entre crimen, delito y pecado. Aparecieron tribunales especializados, como el de la Inquisición, destinados a censurar y juzgar las cuestiones religiosas. Se desarrolló todo un aparataje de métodos de tormento para conseguir la confesión del reo, que se consideraba prueba plena y fundamental para establecer la culpa.
Entre los siglos XVI y XVIII cobraron especial importancia los delitos de contrabando y falsificación de moneda, pero continuaban siendo también muy castigados los delitos contra el rey, la religión, la moralidad y la propiedad.
La Constitución de Cádiz de 1812, inspirada en los ideales de la Ilustración, promulgó la separación de los tres poderes, y entre otras cosas, la abolición del feudalismo. Se contemplaron aspectos nuevos como la proposición (invitación a otras personas a delinquir), y fueron frecuentes los delitos relacionados con los problemas de lindes y la quema de mieses, debido a la conflictividad rural y a las revueltas sociales. Se ordenaron destruir los rollos y picotas de los pueblos, propios del anterior régimen jurisdiccional feudal, como símbolo de una nueva era judicial que ha evolucionado en forma, pero no tanto en esencia, hasta nuestros días.
La ejecución de la pena se encargaba al Verdugo, por lo que, tanto él como su familia, no eran aceptados en la sociedad. La historiadora María F. Carballo, habla de una “esférica clase” de verdugos, refiriéndose a la burbuja de aislamiento en la que vivían.
El oficio de verdugo era ejercido con frecuencia por miembros de la misma familia, y se realizaban alianzas matrimoniales entre familias de verdugos de diferentes ciudades, debido al rechazo social que experimentaban. A veces se elegía para este cargo a reos condenados a muerte o a galeras, a los que se les conmutaba la pena. Poco a poco la figura del verdugo se fue profesionalizando, hasta convertirse en funcionario.
Durante la Edad Media se les obligaba a permanecer identificados mediante el uso de un sombrero que portaba la insignia con el símbolo de la horca. En diferentes ilustraciones se les dibuja con una especie de vara, que utilizaban para señalar los productos en el mercado, puesto que no se les permitía tocar el género, debido a la repulsión que suscitaban.
Entre los siglos XVI y XVIII se les concedió la posibilidad de utilizar una máscara, con la finalidad de preservar su anonimato, pero aún así, esta medida resultaba insuficiente. La casa donde había vivido un verdugo, rara vez volvía a ser habitada. Llegaron a adquirir muchos conocimientos sobre anatomía y cierto grado de cultura, pero nunca gozaron de aceptación social.
El verdugo cumplía su obligación desde la horca hasta la picota. Las penas mayores consistían en la ejecución, que podía significar la horca, en el caso de los plebeyos, o la decapitación, reservada a los nobles. Estas ejecuciones se realizaban en el cadalso, plataforma de madera elevada. Existían otras formas como el garrote vil o la hoguera, muy usada por el Tribunal de la Inquisición.
Las penas menores eran muy variadas, desde el avergonzamiento, pasando por los azotes, hasta las amputaciones. Estas formas menores se llevaban a cabo en las picotas, columnas de piedra situadas en plazas públicas. La amputación, además de castigo, servía como señal duradera reconocible que marcaba al delincuente de por vida, impidiendo su reinserción social. Por este motivo, algunas personas que sufrían una amputación de manera accidental, debían pedir un certificado a la autoridad, para demostrar ante los vecinos que no se trataba de la consecuencia de un delito.
La justicia es necesaria, no siempre bonita. Si observamos la historia, nos parecerá ver en la justicia actos muy injustos, pero que, en el contexto social en el que sucedieron, cumplían con la finalidad de ayudar a conservar el orden social. Los profesionales que ejercen funciones relacionadas con el ámbito judicial, son con frecuencia criticados y estigmatizados, porque la justicia es dura, no sabe de empatías.
Actualmente los medios de comunicación se han convertido también en jueces y verdugos, que sentencian y ejecutan hasta la muerte social del individuo, pero no se conoce muy bien cuales son sus leyes. Esta situación es nueva en la historia, y de máximo peligro, porque el delito y la pena siempre han estado definidos en las leyes y discernidos por los jueces, no por la opinión. La línea entre el deber de informar, y la posibilidad de ejecutar a muerte por letra, se ha vuelto excesivamente delgada en los últimos tiempos. Dejemos la justicia a los expertos, porque ”La justicia, aunque anda cojeando, rara vez deja de alcanzar al criminal en su carrera” (Horacio 30 a.C.).