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Salir al fresco, mucho más que una costumbre

Salir al fresco, mucho más que una costumbre

Escrito por Ana María Castillo Pinero

Por LVDT
domingo 03 de agosto de 2025, 21:00h

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Unos lo hemos conocido, y a otros os lo habrán contado. Antes era muy frecuente, sobre todo en los pueblos, ver a nuestros abuelos al anochecer, con la mayor agilidad de la que eran capaces, salir a la calle a tomar el fresco o la fresca, según localidades. El ritual comenzaba por coger cada uno su silla, y no cualquier silla de la casa. Ésta era “la intocable”, la ligera, cómoda, muy limpia, y que no daba calor.

Al principio se usaban las clásicas sillas de “culo de enea” pero, con la modernidad, fueron evolucionando a versiones más sofisticadas, como las butacas plegables de tela, que no son exclusivas de la playa, ni mucho menos. El orden del corro se respetaba, el lugar de asiento era siempre el mismo, aunque si venía un forastero, se le hacía hueco. Otros imprescindibles eran el abanico y la botella de agua fría o el botijo, las batas vaporosas y las zapatillas de rejilla.

Ya sabemos que nuestros mayores con el calor se vuelven frágiles, pero al anochecer sacaban fuerzas de flaqueza, porque, salirse al fresco no era sólo una costumbre, era una necesidad. Como dice Rafael Sarralde, experto en comunicación, “en el fondo, más que el calor, lo que pesa es la ausencia de alguien con quien compartirlo” y esa era, entre otras, la función del corro: combatir el calor, pero también la soledad.

CUANDO DEJAMOS DE SER SOCIALES PARA SER SOCIABLES

Que el ser humano, es un ser social, eso ya lo sabemos desde Aristóteles (s.IV a.C.), pero ¿cuándo nos dimos cuenta de que además éramos sociables? Todos tenemos en mente la imagen de algún museo, donde nuestros antepasados homo sapiens, aparecen representados en grupo alrededor de una hoguera. Esto quiere decir que nuestra especie vino al mundo bajo la condición indispensable de pertenecer a un grupo para la supervivencia, pero esto, lejos de ser una capacidad innata, es algo que debemos adquirir.

La familia y la escuela son los principales agentes socializadores (agentes primarios), pero no los únicos. A través de ellos aprendemos el conocimiento básico para poder vivir en sociedad. Luego están los grupos de pares, es decir, las agrupaciones de individuos con los que compartimos algo en común (amigos, compañeros). Los primeros no los elegimos, los segundos, en cierto modo, sí.

Del estudio de todas estas cosas tan importantes de la socialización, se encargaron los grandes de la sociología del siglo XX (Bourdieu, Weber, Durkheim, Mead). Sin embargo, hubo un historiador francés menos conocido, Maurice Agulhon, que definió la sociabilidad y comenzó a incorporarla en los estudios históricos, por considerarla muy clarividente. La sociabilidad es la capacidad del ser humano para establecer relaciones no impuestas o pautadas, pero que provocan sentimientos de pertenencia y solidaridad.

La sabiduría popular nos dice “Dime con quien andas, y te diré quien eres”. En la dimensión colectiva, se me ocurre que podría traducirse así: dime cómo se relaciona la gente, y te diré en qué sociedad y en qué momento histórico nos encontramos. Te diré cuales eran sus problemas y dónde estaban sus aspiraciones. En definitiva, elegimos con quien nos juntamos en el corro, y esto nos define como personas, y frente al resto de la sociedad.

Según Maurice Agulhom, la sociabilidad siempre ha existido, pero adquirió una especial dimensión con la aparición de la clase burguesa, a mediados del siglo XVIII y siglo XIX. La gente históricamente ha tenido contactos sociales en los molinos, en los pórticos de las iglesias, en los mercados, en las tabernas, en las posadas y ventas. Casi siempre estos encuentros eran secundarios a otros propósitos (económicos, religiosos, comerciales), sin embargo, con la aparición de la burguesía, surge un tipo de sociabilidad ociosa, libre del yugo aristocrático y del ojo de la Iglesia.

El símbolo más representativo de este fenómeno burgués son los establecimientos para la reunión de asociados, llamados Círculos (círculo de amigos, círculo de labradores, círculo de escritores etc.), donde además de pasar el tiempo entretenidos en juegos y partidas de cartas, se hablaba de política, economía, literatura y se comentaba la prensa del día. Con ellos llegó la época dorada de las tertulias y la figura del tertuliano, hoy profesionalizada en los medios de comunicación.

Ésta era la forma de sociabilidad de las clases acomodadas, en un lugar confortable y elegante, financiado por ellas, y cuyo acceso estaba reglado. Había socios fundadores, socios numerarios e invitados. Aquí se gestaban las ideas intelectuales del progreso y la modernidad, las transiciones políticas. Pero había otra forma de sociabilidad para las clases obreras y menos pudientes. También para las mujeres, que solían estar excluidas de estos círculos de amigos. Estas clases sociales no contaban con los recursos económicos de la burguesía, por lo que el encuentro se producía en lugares públicos, gratuitos, de elección libre y espontánea concurrencia.

El escenario habitual de estos corros o corrillos eran las puertas de las casas, una vez finalizada la jornada laboral, especialmente en verano, cuando el clima acompañaba. El corro llevaba el nombre de algún integrante entusiasta (el corro del tío tal o la tía cual). Con la excusa de tomar el fresco, se hablaba de lo que acontecía en el pueblo, se vigilaba el comportamiento de los jóvenes en sus idas y venidas nocturnas, se daba pábulo a todo tipo de rumores, se criticaba, sobre todo y de todos. A veces se cantaba, se contaban chascarrillos y leyendas, se aliviaban los lutos, se recordaban las ausencias.

AL FRESCO, CON LA UNESCO

Un pueblo de Cádiz, Algar, presentó en 2021 a la UNESCO la propuesta para que la actividad de salir a tomar el fresco obtuviera la Declaración de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Y es que esto más que una simple moda o costumbre, es la respuesta social y cultural evolucionada, ante una necesidad muy humana. Nos educan desde la infancia para ser seres sociales, por tanto, la sociedad debe promover la sociabilidad, el acceso a los espacios y a los grupos que nos ayuden a satisfacer esta necesidad de pertenencia y comunicación.

En nuestra sociedad, cada vez más enferma de individualismo, es necesario conservar estos santuarios del acompañamiento, especialmente para nuestros mayores y personas con menos recursos, y reconocer su valor, como un elemento a proteger de nuestra cultura. En las plazas, en las calles, en las zonas residenciales, luchemos en corro contra la ola de calor y contra la soledad.

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