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Moisés de las Heras

Egipto y las momias

Egipto y las momias

miércoles 23 de abril de 2014, 10:51h

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Siempre hay desemejanzas entre civilizaciones y modos de entender la cultura.
Para los europeos, por ejemplo, supuestamente las tres gracias de Rubens, el profeta de Gargallo o la anábasis de Jenofonte constituyen tesoros espirituales además de materiales y probablemente nos hacemos a la ilusión de constituir por ello una especie más digna. Sin todo esto no dejaríamos de ser sino animales que comen, rugen, duermen, se defienden, procrean, roncan, envidian y mueren. Y aunque defendemos también culturas alternativas indias, mesopotámicas, ótomíes o de ping pú, lo hacemos desde nuestro prurito cultureta. Es seguro que los huitotos del amazonas no proclamarían la catedral de Chartres o el San Sebastián de Boticelli como manifestaciones del legado inmaterial del hombre, porque ni les suena y, en todo caso, si les sonara se encogerían de hombros y lo señalarían como un coletazo de la opresión europea, sin dibujarnos los rasgos humanos que nosotros si solemos prefigurar en ellos y sus costumbres.

Y ahora que asistimos la destrucción de museos en Egipto, lo achacamos a la falta de oportunidades económicas de allí, tal vez a las incapacidades educativas para sensibilizar a sus propios ciudadanos ante uno de los patrimonios arqueológicos más ricos del mundo. Lo achacamos al hambre, que ha llevado al pueblo a expoliar momias para venderlas en el mercado negro, y nos parece tremendo, atávico, oscurantista, nos apesadumbra y buscamos, rabiosos, al culpable sociológico o político, rebelde o gubernamental.

La pregunta es si también nosotros, desencantados al ver cómo el capitalismo denigra nuestra cultura, ensalza lo vulgar, reconduce los valores con que nos alentaron de niños y convierte las potencias del alma en armas para trepar la montaña de gusanos del bienestar, seríamos capaces, llegado el caso, de entrar en el Prado y cargarnos todas esas pintamonerías que sólo nos sirvieron para martirizarnos en el colegio, esos colegios donde, suspenso en mano, nos enseñaron a aborrecer el Quijote.
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