Tras la imagen idílica del personal funcionario desayunando, se esconde en ocasiones una realidad totalmente diferente de ansiedades y frustraciones invisibles. Al empleado público la salud mental se le sobreentiende, igual que el sueldo de por vida, pero ¿esto es así? La verdad, no siempre. La explicación, según mi experiencia profesional durante veinte años en un Servicio de Prevención de Riesgos Laborales de una Administración Pública cualquiera, es un Salario Emocional deficitario.
El sufrimiento psicológico se enmascara bajo la aparente plenitud que ofrece un trabajo fijo en un país como el nuestro, con una fatídica tasa, en torno al 12%, de paro estructural. ¿Es suficiente la certeza de cobrar a final de mes para ser feliz y sentirse sano? Las conclusiones que arroja el documento Salud Mental y Trabajo (Diagnóstico de situación) elaborado por el Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo (INSST), parecen indicar que la nómina no siempre es garantía de bienestar.
El Módulo Especial de la Encuesta de Población Activa (EPA 2020), señala que el factor por excelencia ligado a los problemas de salud mental de los trabajadores públicos es el trato difícil con usuarios, pacientes y alumnado. Un 1% de la población encuestada ha sufrido en los últimos 12 meses algún problema de salud mental (estrés, ansiedad o depresión), siendo este dato más prevalente en mujeres, y en ocupaciones relacionadas con la actividad sanitaria y los servicios sociales. La agresión y la amenaza son la punta del iceberg, la parte visible del meollo que permanece sumergido.
Por lo tanto, no, un trabajo fijo y una nómina segura no es lo único que necesita el personal. Hay otras cuestiones que preocupan al empleado público, y que podrían explicar fenómenos como el pasotismo, el mal rollo, la resistencia al cambio o la burocratización en el trato. El Salario Emocional, término acuñado por la psicóloga laboral Marisa Elizundia, podría ser la clave, si no de la felicidad, al menos del bienestar en el trabajo. Citando literalmente a la autora “el Salario Emocional son los beneficios no económicos o emocionales que obtenemos del trabajo, que nos motivan, cambian nuestra percepción del trabajo y nos llevan al desarrollo personal y profesional”. Dicho así, suena muy bien, pero, ¿esto se paga o te lo descuentan?
UN PROBLEMA DE EMPATÍA
Cuando acudimos a realizar un trámite y nos atiende una persona amargada, pocas veces nos preguntamos qué realidad se esconde detrás. En otros sectores como el de la hostelería, a veces sospechamos que a la par de ciertas actitudes hacia el cliente se dan condiciones de trabajo deficientes. Empatizamos con el camarero, hasta le disculpamos porque la terraza está llena, pero en el caso del funcionario o empleado público, casi nunca. ¿Por qué? Porque se trata de un trabajador privilegiado, con empleo estable, al que su jefe no atosiga bajo amenaza de despido. Se trata de un ser rebosante de derechos que no tendrá que enfrentarse nunca a las dificultades del autónomo. Esta desigualdad de condiciones legitima, al parecer, que al empleado público se le deniegue el derecho a la queja, y que se pueda arrastrar su imagen cuando se quiera. En el país de los ciegos ¿el tuerto es el rey?
LOS SUEÑOS ROTOS
En el fondo hay un problema con las expectativas que se tienen sobre el trabajo. La sabiduría popular dice que el funcionario es un personaje que se ha vuelto raro de tanto estudiar, y no le falta razón. No existe proceso selectivo más competitivo y cruel que una oposición. Al llegar al puesto de trabajo, el empleado público topa de bruces con la realidad. La mayoría de los conocimientos adquiridos no sirven para nada, y el crecimiento profesional es complicado, basado en la meritocracia. Para conseguir méritos se necesita antigüedad y consolidar niveles. Esto se alcanza normalmente cambiando con frecuencia de servicio, incluso de localidad, por lo que falta arraigo. Una vez que se entra en la Administración ya no se sale (tu familia y tus amigos no lo entenderían, por muy mal que te sientas). Sería como reconocer que has tirado por la borda un montón de años de tu vida. Soñar ¿es gratis?
LA MALDICIÓN DE LAS MANZANAS PODRIDAS
Existe una maldición que se cierne sobre los jefes de sección, responsables de centros y otros mandos intermedios de la Administración. Es la maldición de las manzanas podridas, es decir que, si un empleado no quiere trabajar, no hay forma de obligarle. En realidad, este tipo de jefaturas no pueden aplicar expedientes disciplinarios, por lo que, si llega una manzana podrida a su servicio, se producirá un efecto contagioso al resto de los empleados. El resultado suele ser que el equipo hace aguas y surgen relaciones interpersonales conflictivas, pero la raíz está en la definición de roles. En la Administración ¿hay jefes de verdad o sólo animadores?
DOCTOR ¿QUÉ ME PASA?
Y aquí tocaría hablar de las patologías silenciadas, principalmente de la ansiedad, la depresión y las somatizaciones. No existe actualmente en el cuadro de Enfermedades Profesionales, aprobado por el Real Decreto 1299/2006, un apartado dedicado a las enfermedades de carácter psicosocial. Lo que no se nombra, no existe, no se diagnostica. Basándome exclusivamente en mi entrenado ojo clínico, me atrevería a decir que las principales patologías laborales que se producen en el sector público, son las mentales. Aunque no lo aparente, el empleado público tira mucho de cabeza y poco de riñón, por lo que parece lógica esta correlación. Y entonces, ¿se harán algún día estudios epidemiológicos?
PONER EL CASCABEL AL GATO
En el trato con el administrado y con los compañeros, a veces se dan situaciones de conflicto enquistado. Se hacen pasar por cuestiones personales (incompatibilidad de carácter), cuando en realidad se trata de un conflicto velado de intereses. En estos casos, apenas existe mediación, y si se produce, es demasiado tarde, cuando las relaciones personales ya están muy deterioradas. Los servicios prestados pierden eficacia. El dictamen de los que toman las decisiones (políticos y personal de libre designación) concluye en inoperancia del equipo funcionario, atribuible a problemas tan graves como las malas costumbres y, por tanto, queda sobradamente justificada la necesidad de externalización del servicio con una empresa privada.
REVISAR EL SALARIO, TAMBIÉN EL EMOCIONAL
Las evaluaciones psicosociales que he llevado a cabo en la Administración, me llevan a pensar que la insatisfacción del empleado público no es proporcional a su sueldo, aunque convendría revisarlo con más frecuencia, sino a la falta de autonomía y propósito, a las dificultades para alcanzar el crecimiento profesional y personal, a la ausencia de liderazgo, etc. Todo esto tiene que ver con los llamados factores de riesgo psicosocial del puesto de trabajo, la Caja de Pandora que los prevencionistas no sabemos cómo abrir. Este es el gran reto al que nos enfrentamos si queremos dar explicación a la mayoría de bajas médicas, sin aparente justificación física, que se producen en el sector público. Los que toman decisiones en la empresa pública deben ser conscientes del importante capital humano que manejan y gestionarlo adecuadamente, sin olvidarse de esos problemas que ocasionan pérdidas irreparables en el salario emocional. Si todos nos implicamos, ¿es posible una Administración más feliz, y, por tanto, más eficiente?