Podríamos llamarles malnacidos, canallas, desgraciados, capullos o esa descripción tan española para casi todo que culpabiliza a muchas madres inocentes de las fechorías de sus hijos, pero realmente la definición que me pide el corazón es malditos.
Si hace una semana les decía que España se asfixiaba de calor, ahora arde por los cuatro costados y aunque no se los consiga atrapar, gran parte de los incendios que acaban con nuestros campos, nuestros bosques o incluso nuestras casas son provocados por dementes ataviados de gente normal.
Concepto ese de NORMAL, que parece haberse instalado en nuestro lenguaje y en nuestra vida para racionalizar lo más improcedente, lo más ilógico o hasta, incluso, lo más dañino.
Tan normal como esa distopía que contaba el escritor americano Ray Bradbury en su novela “Fahrenheit 451”, donde los libros estaban prohibidos y existían ‘bomberos’ que quemaban todos los que encontraban.
451 grados Fahrenheit equivalen a 232,8 centígrados, justo la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. Hoy en día, nuestra realidad más irreal va más allá. Muchos malditos descerebrados se afanan por arrasar nuestro país, que arde a unos 700° C en cualquier incendio forestal.
Ellos disfrutan –con su macabro placer- quemando campos, arboledas y animales pero también hacen perder sus casas a mucha gente y ponen en peligro la vida de miles de bomberos, voluntarios y hasta vecinos. Se convierten en asesinos. Así hay que considerarles.
Y no seré yo quien se olvide que los accidentes existen y que la mejor prevención de cualquier fuego estival se hace en invierno con la correcta conservación de nuestros montes, claro que no.
Unos por otros, la casa sin barrer… pero el que provoca un incendio por loca iniciativa –o por intereses espurios– quizá debería probar la sensación de esos 700 grados cerca de su piel o bien condenarse a repoblar lo quemado, que suele tardar en torno a 30 ó 50 años en recuperarse.
Malditos sean, sin remedio, todos los que queman nuestro país. Ellos arruinan la única herencia real que podemos dejar a nuestros hijos, un mundo relativamente normal.