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Felipe Medina

La cita a ciegas

La cita a ciegas

miércoles 23 de abril de 2014, 10:51h

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Me dijo que tenía 24 años menos que yo, pero no puedo estar seguro. Me aclaró se llamaba Sany y que no sabría nunca su nombre verdadero, dedicación ni ningún otro dato personal.
Me envió, a través de correo electrónico, una fotografía de medio cuerpo; era rubia, pelo largo, preciosa, escultural, de labios sensuales, ojos azules y pechos prominentes. La conocí casualmente por internet, a través de uno de esos chat y tras una animada charla cibernética sobre Madrid y sus encantos, me propuso nos conociésemos.

A pesar de mi insistencia en trazar un plan, ella siempre me decía que “sobre la marcha”. Tampoco me dio su teléfono, ni me aclaró si estudiaba o trabajaba, ni siquiera me dio la más mínima pista sobre la zona de Madrid donde vivía. Solo sabía que, era una rubia de postín y había quedado con ella a las diez de la noche en una cafetería de la madrileña plaza de España.

Cuando faltaban aún quince minutos para las diez de aquel desapacible sábado de noviembre, ya estaba en la cafetería convenida para la cita. El foro, era un enorme bullicio de coches, gente, vehículos de emergencia, ruido y luces.

Mi cabeza, era un incesante flash de pensamientos pecaminosos e ideas dubitativas. En realidad, no daba crédito de poder haber quedado con una mujer bandera, 24 años más joven que yo, aunque eso si, la permanente idea de que todo podría ser una tomadura de pelo, no dejada de acecharme y mis tentadoras e indecentes cavilaciones, se desmoronaban cual miembro viril, tras una prolija erección.

En estas y otras ideas, no menos impúdicas y libidinosas adiviné que la diosa rubia que acababa de atravesar la puerta de la cafetería y se dirigía a mi con una sonrisa de oreja a oreja, era Sany. Ella, tal cual había imaginado, era sensual, voluptuosa, exquisita, elegante, escultural y espléndida. Su 1,75 de estatura, sus refinadas maneras, sutileza y distinción, hicieron que, al ponerme de pie para saludarla, me temblasen las piernas, la voz y el corazón, casi se me saliese del pecho. Se acercó a mi, me estrechó y note sus prominentes pechos; sus labios acariciaron los míos muy despacito, a través de una tenue humedad que me estremeció y sus manos recorrieron lánguidamente mi espalda.

Nos dirigimos hacia la Gran Vía entre el gentío y el ensordecedor bullicio de una de las arterias más concluidas de la Capital del Reino, cruzamos Callao, atravesamos la comercial calle Preciados y llegamos a Sol, que era un hervidero de gente de todas las condiciones. La conversación no era demasiado fluida ya que, de manera intuitiva, nos afianzamos en una inconsciente pasión carnal de pubertad, sin importarnos la gente o las miradas. Nuestras manos se entrelazaban, después explorábamos nuestros cuerpos sutilmente, nos fundíamos en incesantes abrazos de desorbitado deseo, caricias de infinita complicidad y el calor de unos besos que, contrastaban con la gélida temperatura de aquel Madrid mundano y cosmopolita.

Sany, me propuso subir a un taxi: “¿me dejas llevarte a un sitio especial?”, “vamos donde tu quieras”, respondí sin ningún titubeo. En el taxi, no podíamos evitar nuestra incontinente lujuria y entre caricias que atravesaban todo recato y besos ardientes, me explico que íbamos a un club de intercambio de parejas. “Veras, aquello es el paraíso del sexo”, “maravilloso” asenté, sin reparar en más detalles que sus calados besos; sus pezones enormes y duros como alubias; la quemazón humedad de su tanga y su cuerpo sobrehumano, hecho para el placer y el deseo.

El taxi aparcó el la madrileña calle de Cardenal Silicero, a la altura del número 10, lugar donde se ubica el local de intercambio de parejas. Jamás había estado en un garito de sexo a discreción y quedé del todo sorprendido a través del glamour de las instalaciones y la naturalidad de los que allí compartían sexo sin medida, sin recato y de todas las formas imaginables.

Mi diosa y yo, nos desenfrenamos en medio de aquella desmedida bacanal con arrebato y delirio. No había límites, ni recato; solo sexo en todas las formas que nunca jamás hubiera podido imaginar.

Salimos de la guarida de sexo de madrugada. Ella, me advirtió que no volveríamos vernos y me sugirió no intentase averiguar nada en torno a ella, pues seria en vano. Yo, simplemente lo tomé como un fascinante regalo de la providencia que me había llegado a través de internet.

A punto de llegar a casa, sonó el teléfono, era una llamada con número oculto. Contesté y era ella: “Tenía que decirte que soy portadora del virus del sida. Lo siento. Adiós”. Me quedé estupefacto, de repente, se me nublo la vista y me ahogaba. Mis pensamientos eran confusos y el pánico estrangulaba toda mi capacidad de reacción y lógica. De súbito, entendí que, un regalo de Internet en forma de Afrodita de deseo, acababa de estallar ante mí cara y me dejaba abocado en la más vil de las miserias. Una angustiosa incertidumbre me situaba en la más vil de las ruinas y asolado en un abismo infinito y tenebroso.

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